No es sostenible construir un negocio basado en irritar y frustrar tus clientes
La mentalidad de las operadoras o el roaming son temas sobre los que ya he escrito en numerosas ocasiones, en términos muy similares a los descritos por la frase de Neelie Kroes: me resulta impresionante que empresas con enormes recursos y capaces de llevar a cabo despliegues faraónicos fallen a la hora de entender algo tan aparentemente de sentido común como la relación con el cliente. En muchos sentidos es como si el ADN de monopolio público, a pesar de representar un pasado que no existe en todas las compañías que compiten en la escena de las telecomunicaciones, siguiese estando de alguna manera presente.
Las empresas de telecomunicaciones, con muy escasas excepciones, disfrutan en prácticamente todos los países del mundo de una reputación similar: la de ser capaces de irritar y frustrar a sus clientes. El hecho resulta particularmente llamativo cuando pensamos que las telecomunicaciones son un negocio que permite optimizar variables como la intensidad de datos y el nivel de permiso: las empresas no solo son potencialmente capaces de obtener de manera respetuosa una buena cantidad de datos de sus clientes que podrían utilizar para prestarle servicio de manera óptima en función de sus necesidades, sino que además cuentan con canales de comunicación a través de los cuales podrían sostener una relación razonablemente buena. En su lugar, esas empresas se dedican a crear productos increíblemente complejos que no entienden ni ellas mismas, con condiciones enrevesadas y letra pequeña que produce siempre la sensación de que te están timando, con restricciones completamente absurdas que dan lugar a situaciones frustrantes, y con un modelo de interacción que hace que, invariablemente, siempre tengas ganas de colgar el teléfono cuando te llaman desde ellas. ¿Cómo pueden hacerse las cosas tan mal?
Que las compañías de telecomunicaciones nos estafen pretendiendo que enviar datos desde más allá de las fronteras de nuestro país es algo terriblemente caro es algo que, Neelie Kroes mediante, pasará pronto a la historia, al menos dentro de la UE. Pero esas mismas compañías seguirán sin duda agazapadas como buitres para volver a atizarnos un estacazo en la factura en cuanto tengamos la osadía de poner un pie fuera de Europa: la idea de tener que desconectar los datos del teléfono móvil cuando aterrizas en un país extranjero o estar prácticamente obligado a hacerte con una SIM local si no quieres arruinarte seguirá con nosotros durante bastante tiempo, como muestra de hasta qué punto puede llegar el absurdo de unas compañías empeñadas en mantener con sus clientes un esquema de relaciones a todas luces insostenibles.
Pero en realidad, ese absurdo va mucho más allá del roaming. Compañías que se dedican literalmente a secuestrar a sus clientes, a hacerles firmar contratos que obligan a una permanencia determinada, y que en lugar de utilizar esa permanencia forzada para demostrarles que son la mejor compañía con la que pueden estar, se dedican a torturarlos y a abusar de ellos hasta que están realmente locos por marcharse. Iniciativas recientes de compañías como Telefonica como el desbloqueo de terminales, la eliminación de la permanencia o el refuerzo de la atención al cliente, o como T Mobile con la eliminación del roaming marcan sin duda el camino a seguir, pero no son suficientes. Lo que se impone es algo que va mucho más allá, y que se relaciona con la capacidad de entender las necesidades de ese cliente que está al otro lado. Plantear relaciones sostenibles, no basadas en la maximización a toda costa del beneficio hasta el punto de rozar la estafa o el insulto. Cada vez que un cliente se entera de que existía una oferta que le habría permitido ahorrarse un dinero en su factura, pero de la que no ha disfrutado, se plantea un escenario de engaño, de constatación de que, en realidad, la complejísima estructura de productos y tarifas está creada únicamente para exprimir lo más posible a cada cliente, en un esquema en el que toda posible relación con los costes – o simplemente, con la lógica – es una pura entelequia.
¿Es de verdad tan difícil entender que tu cliente no es un canguro, ni un delfín, ni una ballena, ni una foca, sino un cliente con nombre y apellidos sobre cuyas necesidades deberías tener una detalladísima información? ¿Es tan complicado plantearse que el cliente no desea paquetes con X minutos de nada, ni con Y mensajes cortos, ni con Z gigas de datos, sino que lo que quiere es, sencillamente, utilizar los productos y servicios que necesite, siempre que los necesite? ¿Resulta de verdad tan complejo entender que cada vez que tu cliente intenta descargarse algo y le obligas a hacerlo con una velocidad patética porque superó su límite de datos, se está acordando de todos los familiares vivos y muertos de cada uno de los empleados de la compañía? ¿Por qué plantear al cliente una serie de rígidos esquemas en los que tiene que encajar so pena de ver su velocidad reducida o su factura sensiblemente incrementada, en lugar de tratar de proporcionarle, simplemente, el servicio que necesita? ¿Por qué no utilizar todo lo que sabemos del cliente para adaptar nuestros productos y servicios a él y fidelizarlo de verdad, en lugar de ofrecerle incómodos corsés en los que no encaja ni él, ni nadie? La triste realidad es que, en circunstancias normales, todo cliente de una operadora debe asumir que ésta le está timando, que está pagando mucho más de lo que debería realmente pagar si hubiese un mínimo de lógica y un entorno de información completa en la contratación.
La triste realidad es que a medida que las telecomunicaciones van convirtiéndose en una categoría de productos que los clientes consideramos más y más importante, la empresa que está al otro lado está completamente alejada de la idea de “socio que nos ayuda”, y mucho más próxima a la de “enemigo que nos engaña”. Un enemigo que nos obliga a vigilar constantemente nuestras facturas, a hablar con nuestros amigos para ver si ellos tienen ofertas de las que yo no he llegado a enterarme, a desconectar los datos si salimos del país, a navegar lentamente al final de los períodos de facturación que nos marca, o a amenazar con irnos a otra compañía si no nos ajustan las tarifas. Un enemigo que únicamente deja de – literalmente – estafarnos cuando llega la vicepresidenta de la Comisión Europea a cargo de la Agenda Digital y las Telecomunicaciones y les obliga legalmente a dejar de hacerlo. Una relación a todas luces insostenible, completamente subóptima, construida bajo unas premisas radicalmente equivocadas.
¿Cuánto tiempo más van a continuar las empresas de telecomunicaciones insistiendo en construir un modelo de negocio basado en irritar y frustrar a sus clientes?